La imagen de un adolescente de apenas 14 años empuñando una pistola en pleno mitin político removió viejos fantasmas de la violencia colombiana. El sábado 7 de junio, en un pequeño parque del barrio Modelia de Bogotá, el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay recibió dos disparos que hoy lo mantienen en estado crítico un golpe inesperado a la promesa de una campaña que pretendía “cerrar las brechas de la capital” con un tono moderno y conciliador.
Según El Tiempo y la agencia Reuters, el menor fue reducido por la Policía mientras intentaba huir, herido de bala en la pierna; desde entonces permanece bajo custodia médica mientras los investigadores hurgan en cada rincón de su entorno “Fue el hombre de la olla”, gritó al ser capturado, aludiendo dicen los agentes a un microtraficante que controla un expendio de drogas en Villas de Alcalá, el barrio donde vivía el muchacho. Esa declaración disparó una operación puerta a puerta para ubicar al presunto reclutador y a la red sicarial que habría montado el golpe.
Los detectives ya han revisado más de mil videos, cruzado 23 testimonios y desplegado veinte patrullas fijas en la zona. El dato más sólido, hasta ahora, es el rastro del arma: una Glock comprada legalmente en Arizona el 6 de agosto de 2020 y que viajó de contrabando hasta la capital colombiana otra evidencia de cómo el flujo de pistolas norteamericanas alimenta la criminalidad regional. El general Carlos Triana admite que la prioridad es desarticular la cadena que sacó el arma del desierto de Sonora y la puso en manos de un menor bogotano.
La fiscal general Luz Adriana Camargo sospecha que tras el menor hay un engranaje de “sicarios de alquiler” que cobran por encargo y jamás conocen al verdadero cerebro. El patrón recuerda los ataques contra líderes en los ochenta, cuando Rodrigo Lara Bonilla cayó abatido por pistoleros igual de jóvenes, detalle que revive la pregunta de por qué los niños siguen siendo la mano de obra preferida del crimen.
A corto plazo el caso reabre el debate sobre la Ley 1098 (Código de Infancia y Adolescencia), que limita a ocho años las sanciones para homicidios cometidos por menores. Colectivos de derechos humanos advierten que endurecer penas sin invertir en prevención equivale a “cambiar la cerca sin arreglar la fuga”, mientras congresistas de línea dura preparan reformas exprés para elevar las condenas en delitos políticos.
Otro ángulo espinoso es el tráfico de armas. Un reporte de la ATF contabiliza más de 20 000 armas estadounidenses recuperadas en crímenes fuera del país entre 2019 y 2023; buena parte de esos fierros terminaron en México, Centroamérica y Colombia, confirmando que los carteles se abastecen con compras legales que luego se desvían en la ruta del contrabando.
Entretanto, la Fundación Santa Fe mantiene un parte reservado sobre la salud del senador: aún no responde a estímulos y las próximas 72 horas serán decisivas. En las afueras del hospital, simpatizantes y detractores encienden velas y cruzan acusaciones la derecha denuncia un “ataque a la democracia”, mientras el gobierno insiste en reforzar la seguridad para todos los líderes, sin distingo ideológico.
Sea cual sea la motivación final, el atentado exhibe una ecuación letal que Colombia no ha logrado resolver armas que cruzan fronteras con facilidad, economías criminales que siguen reclutando menores y una polarización que convierte cada bala en narrativa de campaña. Frenar esa dinámica exigirá algo más que discursos de ocasión; demandará políticas serias contra el tráfico de armas, oportunidades reales para los jóvenes y un consenso político que, por ahora, parece tan esquivo como la identidad del “hombre de la olla”.