Es una escena que se repite con demasiada frecuencia en la Birmania post-golpe: un reportero que vuelve a ver a su familia termina saliendo del tribunal directo a una celda. Así le pasó a Than Htike Myint, corresponsal de la agencia local Myaelatt Athan, sentenciado a cinco años de cárcel por tener en su móvil el contacto de fuentes ligadas a la resistencia.
Tal como reseñó la agencia EFE, la corte de Myanaung aplicó la temida Sección 52(a) de la Ley Antiterrorista, una “guillotina legal” que castiga a cualquiera que según la Junta “colabore conscientemente con un grupo terrorista”. En pocas líneas: el régimen clasifica al brazo armado opositor como terrorista y, con eso, convierte la agenda telefónica de un periodista en prueba del delito.
Un castigo que busca callar más voces
La Federación Internacional de Periodistas (IFJ) denunció que el colega fue torturado durante los interrogatorios y trasladado al batallón de infantería 51 antes de la vista judicial. El Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ) coincide la condena forma parte de un patrón que mezcla castigo ejemplarizante con censura preventiva.
Para quienes cubrimos la región desde hace años, el mensaje es cristalino cada llamada, cada chat y cada selfie con una fuente puede ser re-etiquetado como “terrorismo”. Esa amenaza obliga a los reporteros a elegir entre dos males el exilio permanente o el riesgo de terminar tras las rejas por hacer su trabajo.
Un panorama que se hunde
En su Índice Mundial de Libertad de Prensa 2025, Reporteros Sin Fronteras coloca a Birmania en el puesto 169 de 180 países, y alerta de un “retroceso acelerado” desde el golpe de 2021. Las redadas, los bloqueos de Internet y el cierre de redacciones empujaron a decenas de medios a la clandestinidad o al exilio temporal: corresponsalías que trabajan desde Bangkok, Kuala Lumpur o Chiang Mai y regresan de incógnito para recolectar datos confiables.
Según el recuento de RSF, 61 trabajadores de prensa siguen encarcelados, cifra que convierte a la antigua Myanmar en uno de los cinco mayores carceleros de periodistas del mundo solo por detrás de Irán, China, Bielorrusia y Eritrea.
La otra cara de la moneda
Para la cúpula militar, tener el número de la Fuerza de Defensa del Pueblo (FDP) equivale a “colaboración”. Sin embargo, el editor jefe de Myaelatt Athan, Salai Kaung Myat Min, explicó que los contactos eran parte de una investigación en curso. Esa línea separa el periodismo de la propaganda verificar con todas las partes, incluso con la que tiene un fusil al hombro.
En países donde las instituciones funcionan, esa práctica es rutinaria. Imagínate en Dominicana haciendo un reportaje sobre las bandas de microtráfico: hablarías con fiscales, víctimas y quizás con un capo que quiere contar “su versión”. En Birmania, ese equilibrio periodístico puede costarte medio lustro de libertad.
Efecto dominó en la región
No es un problema aislado. Filipinas, Camboya y Malasia han usado leyes antiterroristas o de ciberdelitos para procesar informadores incómodos. En 2024, por ejemplo, Malasia discutía un código de ética estatal que habría puesto al gremio bajo lupa gubernamental permanente. La receta es parecida etiquetas de “terror” o “noticias falsas” que se activan cuando la cobertura resulta desfavorable.
¿Qué viene ahora?
Activistas locales pronostican que la Junta mantendrá la presión mientras el conflicto armado consuma recursos y reputación internacional. El problema es que, sin prensa independiente, los abusos quedan en la sombra y la comunidad internacional pierde termómetro.
Voces como IFJ y CPJ piden la liberación inmediata del reportero, pero los militares rara vez ceden sin un cóctel de presión diplomática y sanciones económicas. Mientras tanto, periodistas dentro y fuera del país despliegan nuevas tácticas redacciones descentralizadas, cifrado extremo a extremo y microfinanciación global para sostener coberturas de riesgo.
Una cronista amiga, que opera desde la frontera con Tailandia, me contó que por las noches apaga el móvil y guarda el chip en una cajita de metal, “por si acaso”. Esa escena ilustra el miedo, pero también la terquedad aun con el martillo de la censura encima, muchos siguen creyendo que contar la historia vale más que el silencio seguro.
Reflexión final
La condena de Than Htike Myint no es solo un ataque a un individuo; es un recordatorio lúgubre de lo frágil que puede ser el periodismo cuando un régimen decide reinventar la ley para blindar su narrativa. Y si lo pensamos bien, el caso plantea una pregunta incómoda para toda la región ¿cuántas llamadas periodísticas podrían etiquetarse mañana como un “acto terrorista” bajo la ley equivocada? La frontera se está borrando a toda velocidad, y quienes viven de contar la verdad son los primeros en sentirla desdibujarse bajo sus pies.