Christian Fell nunca olvidará el zarpazo del río Guadalupe. La madrugada del 5 de julio, un estruendo lo sacó del colchón inflable donde dormía y, en segundos, el agua le cubría los tobillos. Aferrado a unos tubos de metal durante tres horas, vio cómo la corriente se llevaba la terraza donde su familia celebraba Nochebuena y Acción de Gracias.
Según relata la agencia EFE, Fell es uno de los tantos vecinos de Hunt que escaparon por centímetros de la crecida récord que arrasó el Hill Country de Texas el fin de semana festivo.
Las cifras oficiales estremecen: más de 100 fallecidos y al menos 160 personas aún desaparecidas, de acuerdo con datos del gobernador Greg Abbott tras un sobrevuelo en Kerr County. Los equipos de rescate siguen peinando márgenes y campamentos a lo largo del río, donde la tragedia golpeó con particular dureza a grupos de verano infantiles.
La violencia del agua fue fulminante. El Guadalupe subió ocho metros en solo 45 minutos, superando marcas históricas y atrapando a residentes que dormían. Testigos contaron que las alertas del Servicio Meteorológico llegaron cuando el agua ya estaba dentro de las casas, o simplemente no sonaron.
La polémica política no tardó. Funcionarios estatales ahora piden financiar sirenas comunitarias, mientras en Washington se cruzan acusaciones por los recortes de personal en el National Weather Service, señalados como un factor clave en la falta de avisos oportunos.
Detrás del desastre late un patrón más amplio. El año pasado EE. UU. registró 145 muertes por inundaciones muy por encima del promedio de los últimos 25 años y Texas encabeza la lista de eventos climáticos de mil millones de dólares en daños, impulsados por lluvias cada vez más intensas en un clima más cálido.
Mientras retroexcavadoras retiran troncos y lodo, Larry Graham, abuelo de Fell, resume el sentir comunitario “Aquí no hay extraños; cuando el agua sube, todos somos vecinos”. Queda claro que, además de reconstruir casas, Texas tendrá que levantar sistemas de alerta y planeación acordes a la magnitud de un riesgo que ya no es excepcional, sino recurrente.








