El Ejecutivo peruano cerró filas y, óyeme bien, activó anoche un toque de queda de 8 p. m. a 4 a. m. en el distrito andino de Pataz, región La Libertad. Militares y policías patrullan cada callejón polvoriento de este enclave minero donde la violencia dejó al país con el corazón en la boca.
Según la agencia EFE, la presidenta Dina Boluarte firmó además un decreto que entrega a las Fuerzas Armadas el control directo de la zona, con la promesa de “restablecer el orden” tras el secuestro y asesinato de 13 vigilantes de la mina de oro La Poderosa.
Las víctimas habían sido raptadas el 25 de abril; sus cuerpos, hallados una semana después en un socavón, mostraban signos de ejecución. La empresa sostiene que el crimen fue obra de bandas ligadas a la minería ilegal, un fenómeno que ya cobró casi 40 vidas en la zona, apuntan despachos de Reuters y del Financial Times.
No es casualidad: el oro extraído fuera de la ley movió más de US $ 6 000 millones el año pasado y ya representa cerca del 30 % de la producción nacional, según estimaciones citadas por la firma de análisis AInvest. Ese filón dorado más rentable que la cocaína en algunos bolsillos ha convertido a Pataz en un tablero donde mafias, sicarios y mineros artesanales juegan a la ruleta rusa con fusiles y dinamita.
La Poderosa acusa a las autoridades de mirar hacia otro lado “Conocen los túneles clandestinos y no los sellan”, reprochó un vocero al recordar que la provincia ya vivía bajo estado de emergencia antes de la matanza. Organismos de derechos humanos, por su parte, señalan que el Ejército entra y sale, pero la extorsión permanece como ley no escrita.
Para rematar la postal, la embajada de EE. UU. había advertido desde febrero de 2024 sobre la escalada de crímenes en Pataz y Trujillo, instando a viajeros a extremar precauciones. Hoy esa alerta cobra un dramatismo mayor: las sirenas militares sustituyen el silbido de las vetas cada vez que cae el sol.
En buen dominicano, el Gobierno peruano está “jugándose la liga” entre imponer autoridad o admitir que el subsuelo vale más que la vida. Mientras tanto, las familias de las trece víctimas esperan algo más que promesas quieren ver tras las rejas a los responsables y, sobre todo, volver a dormir sin miedo a que la noche se los trague.