Una lengua de arena blanca, abrazada por un mar casi dulce y calmo, debería ser un imán para los visitantes. Sin embargo, Playa El Diamante –joya natural de Cabrera, en la salida hacia Nagua– languidece sin baños, sin parqueo y sin vigilancia nocturna, mientras los lugareños se la ingenian para ganarse “el chelito” vendiendo pan o haciendo concho a los fines de semana.
Según un reportaje firmado por Rafael Santos en El Nacional, el panadero José Manuel Matías y el chofer de concho Roberto Mercedes coinciden en que la playa “no tiene doliente”: las algas se acumulan hasta por un año, el único agente de la Marina solo trabaja de día y un policía turístico llega “en bola” los sábados y domingos. El resultado es un balneario que, a pesar de su estratégica ubicación, espanta a los turistas que antes dinamizaban la microeconomía del barrio.
Los reclamos locales no son aislados. Reseñas de viajeros en TripAdvisor describen el lugar como “un poco abandonado” y piden mejoras básicas para disfrutarlo con seguridad.
El contraste duele más cuando se mira el gran tablero del turismo nacional. Entre enero y marzo de 2025, la República Dominicana recibió 2.32 millones de turistas por vía aérea, casi el 58 % de ellos procedentes de Estados Unidos, según datos del Banco Central. El litoral norte —donde se ubica Cabrera— figura en muchas rutas de tour operadores, pero la mayoría de esos visitantes termina optando por playas con servicios certificados en Samaná o Puerto Plata.
Además, el Ministerio de Turismo ha aprobado proyectos por US$263.9 millones en la provincia María Trinidad Sánchez durante los últimos dos años, cifra que refleja la apuesta oficial por la zona. Sin embargo, la inversión aún no se traduce en baños públicos, salvavidas o un parqueo digno para El Diamante.
Especialistas consultados apuntan que habilitar duchas ecológicas, gestionar la recogida de algas cada semana y establecer un pequeño retén de la Policía Turística costaría menos que una campaña publicitaria y tendría un impacto inmediato en las economías familiares de Cabrera. También permitiría aspirar al sello Blue Flag, que exige calidad de agua, gestión ambiental y seguridad, y que ya ostentan playas vecinas de la costa atlántica.
Mientras tanto, don José Manuel pasa de colmado en colmado con su funda de pan, soñando con el día en que los turistas vuelvan y “la cosa se ponga pa’lante” otra vez. Si las autoridades suman voluntad a los millones aprobados, la playa podría brillar de nuevo y convertirse en la mina de oportunidades que su nombre promete.