Una mujer fue azotada 100 veces en plena calle este miércoles en la conservadora provincia de Aceh, en el extremo norte de Indonesia. La joven, sentada y con apenas fuerzas para mantenerse erguida, imploró en dos ocasiones que detuvieran el suplicio mientras centenas de curiosos la observaban en silencio.
Según la agencia EFE, el verdugo cubierto de pies a cabeza cumplió la sentencia dictada por un tribunal islámico que desde 2001 aplica la sharía en Aceh. Minutos más tarde, otros cuatro hombres recibieron idéntico castigo por faltas distintas tipificadas en ese mismo código religioso.
El reglamento provincial penaliza con azotes el sexo consensuado entre personas del mismo sexo, las relaciones fuera del matrimonio, el consumo de alcohol y hasta ciertas apuestas. No existe una pena carcelaria: el escarnio público es la sanción principal.
El caso de ayer no es aislado. El pasado 27 de febrero, dos estudiantes de 18 y 24 años fueron condenados a 77 y 82 latigazos por mantener una relación homosexual, un hecho que Amnistía Internacional calificó como “un acto atroz de discriminación”. Para ese momento la prensa local contabilizaba 15 personas castigadas a latigazos en lo que va de 2025 y más de 135 en todo 2024.
La homosexualidad no está prohibida en el resto de Indonesia, pero en Aceh basta la sospecha vecinal para que la “policía moral” detenga a una persona. Human Rights Watch denuncia un “clima crecientemente hostil” para la comunidad LGBT y subraya que el castigo físico constituye tortura según los tratados firmados por Yakarta.
La escena de los azotes genera un efecto dominó negativo para la imagen de la mayor nación musulmana del planeta. Organismos internacionales, gobiernos occidentales y el propio sector turístico presionan al Ejecutivo central para que frene los excesos de la autonomía especial otorgada a Aceh tras los acuerdos de paz de 2005.
Sin embargo, las autoridades nacionales se escudan en la descentralización y en el delicado equilibrio político con los líderes locales. Mientras tanto, cada nuevo latigazo refuerza la percepción de un país que todavía no logra conciliar tradición religiosa, derechos humanos y proyección internacional.