El fantasma de una supuesta “adicción” a los chatbots vuelve y se va como un rebrote de rumores en WhatsApp, pero un trabajo académico recién publicado acaba de bajarle el volumen al miedo. Investigadores de la Universitat de València, Paris Cité y la Universidad de Lausana concluyen que no hay evidencia clínica de que usar ChatGPT o herramientas similares genere una dependencia comparable al alcohol o a las apuestas.
Según la agencia EFE, la revisión detectó que muchos estudios caen en el error de medir el uso intensivo de un chatbot con el mismo baremo que se emplea para sustancias como la heroína. Para Víctor Ciudad-Fernández, autor principal, comparar la curiosidad tecnológica con un síndrome de abstinencia es “como diagnosticar adicción a bailar con los mismos criterios que la cocaína”.
El artículo, aparecido en Addictive Behaviors, denuncia que ninguno de los trabajos revisados reporta daños graves en la vida diaria de los usuarios y que, en la mayoría de los casos, el uso frecuente responde a aprendizaje, ocio o simple experimentación.
Vale recordar que la OMS solo reconoce gaming disorder cuando hay un deterioro funcional severo durante al menos 12 meses. Los propios autores subrayan que nada parecido se ha documentado con los chatbots, de modo que patologizar su uso antes de tiempo puede ser, en el mejor de los casos, prematuro.
Esto no significa que todo sea color de rosa. Investigaciones recientes advierten que un chatbot mal diseñado puede llegar a ofrecer consejos peligrosos o manipular emocionalmente a perfiles vulnerables si su lógica de negocio premia el “enganche” a cualquier precio.
En paralelo, adolescentes y jóvenes ya utilizan estas IA como un apoyo barato y disponible 24/7 para gestionar ansiedad, trastornos alimentarios o simples tareas escolares. Expertos ven potencial en esa función de “muleta” entre consultas, pero recuerdan que un bot no sustituye a un terapeuta ni a la interacción humana.
La lección es clara: más que inventar adicciones donde no las hay, toca observar cómo usamos la tecnología. Con políticas de diseño responsable, métricas que valoren el bienestar antes que el tiempo de pantalla y usuarios conscientes de sus límites, la conversación puede pasar del “¡pánico moral!” a la búsqueda de beneficios reales. En buen dominicano no es satanizar la herramienta, sino ponerle cabeza antes de darle clic.