La madrugada de este miércoles, justo a las 6:21 a. m. en Seúl, Lee Jae-myung juró como 14.º presidente de la República de Corea ante una multitud que abarrotó la explanada de la Asamblea Nacional. Su investidura marca el final de seis meses de incertidumbre política y restablece la cadena constitucional interrumpida en diciembre, cuando el conservador Yoon Suk-yeol intentó mantener el poder mediante un decreto de ley marcial.
Según la agencia EFE, que adelantó anoche el escrutinio preliminar, Lee obtuvo una ventaja irreversible con el 80 % de las papeletas contadas. El liberal del Partido Democrático prometió “que nunca más habrá un golpe que apunte sus armas contra la ciudadanía” y se comprometió a “sanar las heridas” de una sociedad exhausta por la polarización.
El trauma que detonó esta elección fue el fallido autogolpe de Yoon. El exfiscal envió tropas a resguardar el Parlamento el 3 de diciembre, alegando “obstruccionismo legislativo”, pero la movida duró apenas horas las protestas masivas y el rechazo del Tribunal Constitucional derivaron en su destitución y posterior proceso penal por insurrección.
Lee no llega de la nada: forjado en la pobreza como obrero infantil y luego abogado de derechos laborales, ganó notoriedad como gobernador de Gyeonggi (2018-2021), donde experimentó un programa piloto de renta básica que hoy promete ampliar a todo el país. Su discurso mezcla populismo progresista salud universal, impuestos más altos a los conglomerados chaebol con una dura cruzada anticorrupción que ya le granjeó enemigos dentro y fuera de su partido.
Los retos inmediatos no son pocos. En casa debe contener una economía ralentizada, un desempleo juvenil que ronda el 9 % y la desconfianza de los conservadores, que todavía dominan buena parte de los gobiernos locales. Fuera, encara los misiles erráticos de Pyongyang, la guerra comercial entre Washington y Pekín socios fundamentales para Seúl y las dudas de Wall Street sobre su ambicioso plan de gasto social.
Sin embargo, analistas coinciden en que la legitimidad popular con la que arranca le da margen para, al menos, devolver algo de calma institucional. La verdadera prueba será si consigue convertir esa legitimidad en reformas palpables antes de que la memoria de la crisis se disipe. Por ahora, el mensaje que más resuena en las avenidas de Seúl es sencillo la democracia coreana sobrevivió a su susto más serio desde los años 80; toca ahora cuidarla para que no vuelva a tambalearse.