Kirsty Buchan, física de 34 años, fue suspendida del registro docente en Escocia luego de que sus alumnos descubrieran su perfil para adultos en OnlyFans. Con el seudónimo “Jessica Jackrabbit”, subía material explícito que pronto circuló por los pasillos de la Bannerman High School y desató la tormenta: quejas de padres, investigación oficial y, finalmente, su salida del aula.
Según informaciones locales recogidas por la prensa británica incluida la BBC, que entrevistó a la profesora tras su renuncia, Buchan argumenta que nunca pretendió que los estudiantes vieran su contenido y que se vio empujada a la plataforma por dificultades económicas y la presión laboral. Aun así, el Consejo General de Enseñanza dictaminó que no podrá impartir clases hasta nuevo aviso.
El caso reaviva un dilema que no es exclusivo del Reino Unido. OnlyFans, que registró transacciones por 6 630 millones de dólares en 2023 y mantiene un crecimiento interanual cercano al 20 %, se ha convertido en un salvavidas financiero para miles de creadores la propia Buchan obtuvo unas 60 000 libras en un solo mes. Sin embargo, el pastel está lejos de repartirse de forma pareja; estudios sobre la plataforma indican que los ingresos medios rondan apenas 150 dólares mensuales y que el 1 % tope acapara una tercera parte de todo lo que se factura.
En Norteamérica, historias parecidas han terminado igual. Brianna Coppage, docente de Misuri, perdió primero su plaza y luego un segundo empleo cuando sus empleadores descubrieron su cuenta en el sitio para adultos, pese a que la gestionaba fuera del horario escolar. Estos precedentes muestran que la delgada línea entre vida privada y ética profesional se dibuja cada vez más en redes sociales y no en los reglamentos escolares.
Expertos en derecho laboral señalan que la clave está en la “expectativa de privacidad razonable”. Si bien la libertad de expresión ampara a los maestros fuera del aula, esa protección se erosiona cuando el contenido se vuelve fácilmente accesible para estudiantes. Para los sindicatos docentes, la solución pasa por políticas claras y educación digital que aborden tanto los riesgos de la exposición online como las realidades económicas que empujan a algunos profesionales a buscar ingresos extra.
De momento, Buchan se aferra a la esperanza de volver a enseñar. “Es un mal día para la libertad de expresión”, declaró, mientras su caso se discute en cafés, foros de padres y salones de profesores. Sea cual sea el desenlace, el episodio deja una pregunta abierta ¿puede el sistema educativo seguir ignorando la economía de las plataformas cuando ya forma parte del sueldo y a veces del escándalo de quienes están frente a la pizarra?