Los Ángeles amaneció este martes convertido en un batallón en miniatura. A primera hora, un convoy de vehículos militares atravesó la I-10 con destino al centro angelino, sumando 700 marines a los 4 000 miembros de la Guardia Nacional que ya patrullan las calles tras cuatro días de disturbios por las redadas migratorias ordenadas por la Casa Blanca.
Las autoridades de California califican la movida de “innecesaria” y “políticamente motivada”. El gobernador Gavin Newsom acudió de urgencia a un tribunal federal para frenar el despliegue, mientras la alcaldesa Karen Bass denunció que la presencia militar “solo aviva el fuego” de unas protestas que el fin de semana dejaron 197 detenidos y un toque de queda parcial en el centro de la ciudad.
Aunque la Casa Blanca insiste en que las tropas se limitarán a proteger instalaciones federales sobre todo los centros de detención de inmigrantes, la decisión reaviva el debate sobre la Posse Comitatus, la ley que restringe el uso del Ejército en tareas policiales internas. Expertos de defensa recuerdan que la última vez que un presidente vulneró el consenso estatal fue en 1965, cuando Lyndon B. Johnson envió la Guardia Nacional a Selma; el propio Donald Trump evitó, por ahora, invocar la Ley de Insurrección que permitiría a los marines actuar directamente contra civiles.
Los choques se multiplican lejos de California. En Austin, Dallas, Filadelfia y Nueva York, miles de personas bloquearon calles y quemaron vehículos autónomos de la empresa Waymo en señal de rechazo a las “redadas relámpago” del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE). En Los Ángeles, la policía admite haber disparado más de 600 rondas de balas de goma desde el sábado para contener a grupos que arrojaban ladrillos y cócteles molotov.
El Departamento de Estado, por su parte, confirmó la deportación exprés de al menos cuatro ciudadanos mexicanos detenidos el viernes; organizaciones como la ACLU denuncian que la cifra real podría ser mucho mayor y temen que la presencia militar obstaculice la labor de los observadores legales que asisten a los detenidos. Hasta ahora, la fiscal general Pam Bondi solo ha revelado la imputación formal de un sospechoso por agresión a oficiales federales.
Para la Casa Blanca, la narrativa es otra: “evitar que la ciudad arda”. Trump sostiene que sin los uniformados “Los Ángeles estaría en llamas”. Pero detrás del lenguaje de alarma subyace la tensión electoral 2026 renueva la Cámara de Representantes y varios senadores republicanos ya usan la crisis angelina para reforzar su discurso sobre “seguridad interior”. En paralelo, líderes demócratas ven en el despliegue un ensayo de fuerza que sienta un precedente peligroso para la autonomía estatal.
El próximo jueves, un juez federal decidirá si congela la expansión militar. De fallar a favor de California, las tropas quedarían en un limbo operativo: obligadas a replegarse o limitadas a funciones logísticas. De lo contrario, Los Ángeles se convertiría en el primer laboratorio, en seis décadas, donde marines, Guardia Nacional y autoridades migratorias comparten escenario en pleno suelo estadounidense sin autorización estatal.
En medio del pulso legal, la comunidad inmigrante vive entre la incredulidad y el miedo. “Los soldados no vienen a protegernos, vienen a cazarnos”, dice Carlos Mendoza, repartidor guatemalteco con dos décadas en la ciudad. A juzgar por el cerco militar que ya se extiende del centro a barrios como Boyle Heights, las próximas horas marcarán si la mayor urbe del oeste estadounidense logra sofocar la chispa… o aviva un incendio político con ecos de autoritarismo.